Extractos de la magnifica obra de Sergio Bongiovanni, Lo que cuentan los ríos.
Sus costas cargadas de historias
sintieron el retumbar de los primeros disparos de mosquetes y el choque agudo
del acero de los sables y bayonetas; donde el humo de la pólvora se mezcló con
los primeros gritos de los que estaban dispuestos a dejar la vida por la
Libertad Emancipadora de América, corre el Picheuta.
Este arroyo, que vierte
sus aguas en el Río Mendoza, se encuentra a unos veintiún kilómetros de
Uspallata sobre el recorrido de una de las tres Rutas de
la Provincia de
Mendoza ocupadas por
el Ejército Sanmartiniano para pasar a Chile, conocida
como Paso de Uspallata. En un sitio aledaño al arroyo, un fortín de avanzada,
con un reducido número de milicianos sería de suma importancia para la custodia
de esta ruta. Desde su emplazamiento se podía divisar cualquier movimiento de
las tropas enemigas.
Pequeño alojamiento o lugar de
reunión de la gente, es el significado que daban los indígenas a Picheuta. En
el arroyo que adopta su nombre, se vuelve a repetir la convocatoria;
incansables pescadores, acicateados en sus apogeos, caminaron sus ásperas
cuestas y acarreos en busca de aventurosas sensaciones que guardaban sus aguas.
Su incesante caudal acunó los históricos inicios de la pesca de salmónidos en
esta zona de la Provincia.
Con el envión heredado de los que nos legaron sus
andanzas, esa mañana nos encontraba sobre nuestros pasos tanteando piedras enormes;
otras engañosas en su entereza nos hicieron derrapar sobre el ríspido
pedregullo. Se iniciaba noviembre con nuestra primer salida a los arroyos. De a
poco su caudal se iría engordando mostrando su bravura hasta llegar a los
límites de peligrosidad para poder vadearlo. El primer tramo, largo, pesado y
engorroso en su tránsito, nos había agotado.
Veíamos,
recostada sobre una de las laderas de los cerros, cómo una larga lengua de
barro había descendido invadiendo el arroyo que en ese sector venía encajonado.
Su color ladrillo hacía más curioso el cuadro, al igual que dos chinchillones
que estaban tomando sol y huyeron veloces a sus madrigueras entre las grietas de
una roca. Julio recuperando su aire, prometía que dejaría de fumar para
disfrutar futuros viajes, mientras nos arrimábamos a la llamativa formación.
Comenzamos a subir por esta sólida masa, mezcla de piedra y barro, fuertemente
endurecida. Desde una giba, alcanzamos a divisar un espejo por el agua
contenida. Se había formado un pequeño dique, que dejaba verter sus aguas por
entre las rocas de su base sin alterar significativamente el caudal del arroyo.
Detenidos a la altura del paredón contenedor, miramos hacia arriba, a la cima
de los picachos cumbreños; una gruesa y espesa franja de lodo marcaba su
descenso hasta nuestros pies. Y empezaron las deducciones por saber el origen
de la obra propia de la naturaleza. Esa franja ocre fue producida por un alud
de masa arcillosa que había bajado arrollando con todo lo que encontró en su camino.
En las cimas de las montañas, suelen formarse reservorios naturales de agua en
altura debido a que el sedimento, las rocas y el hielo van generando una
especie de tapón, dando lugar a la acumulación de agua por deshielo o tormentas.
En algún momento las filtraciones
debilitan la pared, cediendo su contenido y provocando así un repentino alud.
Julio quedó callado ante la explicación de Gustavo, mirando la voluptuosidad
del fenómeno invasivo, empapándose de los rigores de la montaña. Nos quedaban
unas arduas horas de marcha todavía; aún, debíamos pasar por una cascada que
vierte sus aguas al vacío por varios metros, conocida como el Chorro de la
Vieja.
Más adelante una piedra gigante al costado del arroyo sería el lugar
donde acamparíamos, aprovechando la llanitud del terreno y la abundante leña.
Pero la serenidad de las azulinas aguas del diquecito, que habían invadido los
tamarindos y jarillas recién brotadas, dejaba traslucir el color intenso de sus
follajes en las profundidades, y al ver, entre la vegetación ahogada, circulando
unas truchas bastante desarrolladas, decidimos quedarnos.
Con el armamento listo, nos arrimamos
sigilosamente a la orilla del embalse cordillerano y huyó el natural intercambio de camaradería que
caracteriza a este deporte. Enzo José le enseñaba a Julio unos nudos mientras
debatían qué mosca podrían colocar. El porteño, no se quedó atrás, y nos daba
una verdadera clase de lanzamiento aprendida en su ciudad natal; en la Capital
Federal, debido a la falta de ríos y lagos trucheros, a los aficionados a este
deporte no les queda otra opción que practicar las técnicas de lanzamiento en
los espacios verdes de la ciudad, por lo que adquieren acentuada habilidad.
Julio logró colocar, en uno de sus tiros, la mosca cercana a las rocas de la
costa de enfrente. Estaba ensimismado, con cara de preocupado; el escenario se
le había complicado. Después del lanzamiento perfecto, había que recoger rápidamente
la mosca para que no se hundiera demasiado y a la vez evitar que se enredara en
un matojo de ramas y hojas. Escuchando los consejos de Enzo, José, Julio
sorteaba la mayoría de los obstáculos naturales que no están en la teoría de
los libros; ganar experiencia le requeriría pasar horas junto al arroyo.
El
choque emocional tampoco estaba previsto; la adrenalina corrió por su cuerpo
despertando un “¡¡guauuu!!, ¡qué piquee!”. Y enmudeció; otra vez, el porteño
había quedado sin habla, pues había clavado su primer trucha en tierra cuyana,
y entraba al segundo round, para tratar de sacarla. Recogía la línea para
traerla desde el oscuro fondo; el reflejo del sol sobre la superficie del agua
no nos dejaba ver bien hacia dónde se movía el pez.
Julio, con voz agitada,
decía que debía ser una trucha muy grande porque la sentía pesada y peleadora;
costaba acercarla. Cuando estuvo próxima a la orilla, dejó ver un plateado
fugaz en movimiento y arremetió como un refusilo destellante desapareciendo por
completo sin haberse desprendido de la mosca, lo que obligó a Julio a ceder
línea. El trabajo de arrimarla comenzó nuevamente, pero esta vez parecía
cansada. A unos metros de nuestra vista,
observamos algo extraño en la trucha que venía enganchada de la mosca. Ya más
cerca, parecía un ensamble de dos peces unidos por sus cabezas. Gustavo se
arrimó y con un poco de resquemor, la tomó entre sus manos, sacándola fuera del
agua.
La imagen de canibalismo nos dejó impresionados. La glotona trucha
arcoíris no pudo con su voracidad y estaba atragantada con una de sus hermanas,
que aunque de menor tamaño, le obstruía la boca y quedaba afuera más de la
mitad del cuerpo y la cola; parecía imposible que la pudiese deglutir. ¡Increíble!, estar atorada no le impidió ser seducida
por la mosca de Julio. Vaya tentaciones la de estos peces no autóctonos. END.
Autor: Sergio Batata Bongiovanni. Del Libro LO QUE CUENTAN LOS RÍOS.
Edición y Contextualizacion: Jorge Aguilar Rech. (con autorización del autor)
Fotografía: Jorge Aguilar Rech, Pablo Aguilar y Sebastian Pagano.
BROWN TROUT ARGENTINA Copyright 2013.
Todos los derechos propios reservados.
Agradecimiento Especial: A mi amigo Sergio, por hacer de algo tan simple, una obra de arte. Y con esa simpleza de los seres enormes... compartirla.
A Viviana Michelan, por su gran apoyo a nuestros proyectos.
A Viviana Michelan, por su gran apoyo a nuestros proyectos.
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